Las madres veraneantes - El capazo y el trono

 

En otras latitudes, contemplando palmeras cuyas ramas, tan flexibles, oscilan llevadas por una brisa más que cálida, he recuperado la imagen de un enorme capazo de palma trenzada que se bambolea suavemente, avanzando por un camino de Valdivielso. No, no es una alucinación, ni el delirio de una noche tórrida de verano. El capazo tiene dos asas cortas: una la agarra mi madre, y la otra, mi padre. Yo camino detrás y, a la altura de mi nariz, veo unos bonitos volantes de cretona floreada que asoman por los bordes del capazo. Dentro de este, tumbadito y más feliz que un angelito bueno, va mi hermano, un bebé de seis meses, mirando con los ojos muy abiertos las ramas de los árboles que desfilan en lo alto proyectando sombras sobre su carita. El paso desigual y rápido de los jóvenes progenitores por un camino lleno de piedras y desniveles, imprime al capazo un movimiento de cuna mecedora que acaba por dejar amodorrado al niño. Así paseábamos e hicimos muchas excursiones los bebés veraneantes de otros tiempos. Los cochecitos y las sillitas de ruedas se quedaban en la ciudad, pues no tenían utilidad alguna en las calles y los caminos de Valdivielso.

 

El capazo me recuerda a su vez el abordaje del autobús de línea en Bilbao, cuando esta cuna veraniega se cargaba en la baca del vehículo, junto con aquellas maletas, una grande de madera y otras más pequeñas de cartón, protegidas todas ellas por unas fundas de tela oscuras que se ataban con botones. A este equipaje, además del capazo, se añadía un enorme y pesado bulto envuelto en papel marrón que contenía un manojo entero de plátanos verdes, los cuales, según fueran madurando en la despensa, servirían para las meriendas de los más pequeños y, sobre todo, para preparar las papillas del bebé, que se hacían aplastando mediante un  tenedor el plátano junto con las galletas María que vendía Delfina, y también con unas cuantas cerezas o ciruelas, dependiendo de la época y de la fruta madura que se tuviera a mano. Por alguna extraña razón, las madres veraneantes eran incapaces de prescindir de los plátanos y, como si esto fuera poco, sobrecargaban aún más el equipaje con unos cuantos botes de leche condensada. Esto último parece un poco absurdo, si se piensa que en el pueblo las vacas y las cabras proporcionaban leche en abundancia y de una calidad excelente, pero se explica tal vez por el pánico de las madres a que la leche fresca provocara diarreas en los más pequeños, un temor que hacía que al ya voluminoso y pesado equipaje se le añadiera también una buena provisión de limones.

 

Los padres, por su parte, tenían que ayudar al chófer del autobús a colocar los numerosos bultos en la baca, la cual con los equipajes de todos los pasajeros acababa alcanzando en muchas ocasiones una altura un tanto preocupante, sobre todo para las carreteras de entonces, que estaban llenas de curvas bastante cerradas. Esto explica, tal vez, que aquellos coches de línea hicieran los viajes con una velocidad media que apenas superaba los 20 km/h.

 

Entretanto las madres se instalaban (decir “acomodaban” sería inexacto) en el interior del autobús con los pequeños en brazos, ya que el capazo iba siempre en la baca, y colocaban donde podían unas bolsas que solían contener, además de las toallas para el inevitable mareo de los niños, entre otras cosas, bocadillos, fruta, fiambreras con comida y termos para las bebidas. La bota de vino solía llevarla personalmente el padre. Todo este trajín tenía lugar en medio del inevitable calor estival, que solo se mitigaba en parte cuando el autobús arrancaba con todas las ventanas abiertas. Si tenemos en cuenta que, además, al llegar a Valdenoceda había que descargar todo para cargarlo de nuevo en el autobús de Celestino, y aún con mayor habilidad, pues este era muy pequeño, nos haremos una idea del espíritu tan animoso con que debían emprender las vacaciones los padres y las madres de antaño.

 

Pero las madres merecen un capítulo aparte. Aquellas mujeres valerosas, al ir de veraneo al pueblo, abandonaban muchas de las comodidades que les proporcionaban la ciudad y los incipientes adelantos técnicos de la época. Por ejemplo, decían adiós a su entonces rudimentaria, pero útil, lavadora de hélice, para pasarse el veraneo haciendo las coladas en el lavadero. Y es que también perdían de vista el agua corriente y la red de saneamiento. Después de cada comida, tenían que lavar platos, cacerolas, sartenes, vasos y cubiertos valiéndose de palanganas, con una habilidad extraordinaria para gastar la menor cantidad de agua posible, o bajando a la calle con la vajilla y los cacharros en un barreño, para fregarlos en la agüera o en la fuente del pilón, según cuál fuera el suministro de agua más cercano. Para bañar a los niños, las madres bajaban al río provistas de una jaboneta y, cuando su prole estaba chapoteando en el agua, se les oía gritar con voz de mando: “¡Ven aquí que te enjabono!” Como los niños solían ser poco amigos del jabón, tras varios avisos maternos era el padre el que entraba al agua y pescaba al prófugo sin contemplaciones. La criatura en cuestión volvía luego a zambullirse forrada de espuma desde los pies hasta la cresta del pelo, pero feliz al liberarse del vapuleo higiénico, pues ¡hay que ver con qué brío frotaban aquellas madres que practicaban el lavado a mano sobre la piedra del lavadero!

 

Como eran mujeres muy preocupadas por la limpieza, y el enjabonado fluvial a veces no les parecía suficiente, solían bañarnos además una vez a la semana en un gran barreño que ponían en la cocina y llenaban con el agua que se calentaba en un depósito lateral que tenía la cocina económica, llamada también “la chapa”. Después, el agua del barreño había que bajarla a la calle y echarla a la agüera, pues era una cantidad excesiva para el desagüe que tenía el fregadero de piedra. Ahora veremos dónde terminaba el tubo de este desagüe.

 

La falta de red de saneamiento no era realmente un problema en un pueblo donde todas las casas tenían cuadras en la planta baja. Además de orinales repartidos por todos los dormitorios, teníamos en la planta baja, junto al portal, una espaciosa habitación rectangular muy bien ventilada, con dos ventanas cerradas tan solo con rejas: una que daba a la calle de la Revilla y otra en la fachada lateral, o sea, dando a La Hoyuela. Una mampara de tablas de madera dividía la habitación en dos espacios más o menos cuadrados y perfectamente diferenciados: uno para almacenar la paja limpia (el que daba a la calle principal), y el otro para realizar el compostaje, con su ventana al callejón de La Hoyuela. Adosados a la mampara, tres magníficos escalones de piedra daban acceso a lo que llamábamos “el trono”. Este era un ancho cajón de madera, con un lateral abierto hacia la zona del compostaje, y el otro cerrado por la propia mampara. En la cara superior tenía un orificio redondo, y sobre este había una tapa de inodoro para poder sentarnos allí con toda comodidad. Este trono lo había construido mi abuelo con las puertas de algún armario antiguo, y su aspecto era realmente elegante. También era mi abuelo el que, cuando lo veía necesario se encargaba de mezclar con paja limpia lo que el trono iba produciendo. El montón que se formaba así al fondo de la cuadra recibía también la basura orgánica que generábamos en la casa. Además, el agua del fregadero caía justo allí desde un tubo que asomaba por el techo y venía desde la cocina, situada dos pisos más arriba. El estiércol que se iba formando en aquel rincón servía para abonar las fincas, sobre todo la fértil huerta de Rasillos, que nos proporcionaba fruta y hortalizas durante todo el veraneo. De esta manera se establecía un ciclo natural casi perfecto.

 

No recuerdo que los niños pusiéramos objeción alguna a la hora de utilizar aquel curioso “excusado” que nada tenía que ver con los cuartos de baño habituales en la ciudad. Al contrario, creo que el hecho de ascender aquellos escalones de piedra que conducían al trono daba una importancia especial a nuestras funciones corporales. Y, desde luego, no había, que yo recuerde, malos olores. A mi memoria olfativa viene tan solo un fuerte olor a paja seca que vencía claramente al del estiércol, el cual, por otra parte, tampoco resultaba nada molesto, acostumbrados como estábamos a entrar en las cuadras, los establos y las pocilgas.

 

Volviendo a nuestras madres veraneantes de los años 50 y 60, otro cambio para ellas, antes de la llegada del butano al pueblo, era que para cocinar tenían que usar fuego de leña, pues no había otra cosa. Este fuego servía también para calentar las planchas de hierro con las que planchaban las camisas y los pantalones de sus maridos, y también la ropa de los niños, sobre todo la del domingo, porque a aquellas madres les gustaba llevarnos a misa vestidos de punta en blanco. ¡Cómo suspirarían acordándose de la plancha eléctrica que usaban en la ciudad! Pero el suministro eléctrico que llegaba a nuestra bonita casa quecedana no alcanzaba para enchufarla, ni para poder usar uno de aquellos sencillos frigoríficos que en los años 60 ya empezaron a utilizarse en la ciudad (las neveras anteriores habían precisado un suministro regular de barras de hielo con el que tampoco se contaba en el pueblo, salvo en forma de carámbanos en algún momento de crudo invierno). Esto hacía que las comidas de verano tuvieran que organizarse a diario. El día de la semana en que pasaba con su furgoneta el pescatero comíamos pescado, pero solo ese día. Si pasaba el chivero, a mediodía o a la noche había en la mesa asadurilla o unas chuletillas, pero nada de esto se podía guardar para el día siguiente. Salvo estos días especiales, el menú que las madres podían ofrecer se limitaba en los segundos platos a lomo en aceite, torreznos y huevos, por lo cual las pobres tenían que oír no pocas veces las protestas de sus niños, unos caprichosos señoritos de ciudad acostumbrados a una mesa más variada.

 

Imagino que muchas de estas mujeres estarían deseando que terminaran sus supuestas vacaciones y volver a la ciudad. Aunque durante el resto del año también fuera dura y sacrificada su vida de ama de casa y madre de familia, a veces incluso con alguna actividad profesional fuera del hogar, desde luego la vida de la madre veraneante de aquellos tiempos se parecía poco a unas vacaciones. También comprendo y disculpo que algunas de estas madres, cuando la economía familiar prosperó, se convirtieran en unas traidoras que nos sacaron del paraíso estival de nuestra niñez, para llevarnos a algún “chalet” construido en un pueblo más grande y más moderno, con agua corriente, saneamiento y electrodomésticos, o aún mejor, para ir a un cómodo hotel de playa.

 

Pero, bueno, estoy hablando casi exclusivamente de las madres, y eso no está nada bien. Los padres también tenían que amoldarse a otras circunstancias y encontraban algunas novedades al cambiar la ciudad por el pueblo: beber en porrón, jugar a los bolos, cortar el jamón, ir a pescar… y, de momento, no me vienen a la memoria otras arduas tareas masculinas propias del veraneo rural. ¡Pobres hombres veraneantes! Los estoy dejando en inferioridad o, al menos, en segundo plano. Bueno, ya recordaré más cosas sobre ellos… otro día.

 

Mertxe García Garmilla